domingo, 14 de julio de 2013

El colegio y mis primeras sobrinas

En 1973 nació mi primera sobrina, Anabella Cristina Ciliberto, la hija que no tuve porque se parece mucho a mí. No físicamente pero si en espíritu, carácter y motivaciones. A casa, en New Orleans, llegaron mi mamá y Carmen Cristina de vacaciones y yo le compré por encargo a Anabella un morral para bebés que acababan de salir al mercado. El 30 de enero Nita nació en la Clínica Leopoldo Aguerrevere después de mucho trabajo de parto, pero linda con sus ojitos negros. Fue todo un acontecimiento.
  

Creo que a La Negra yo no le caía bien. Como decíamos entonces “la tenía cogida conmigo”. Cuando mi mamá me llamaba por teléfono, tenía que llorar bajito porque si no, me regañaba. Lloraba porque no me sentía bienvenida en esa casa. Siendo de las grandes la menor, no tenía permiso para muchas cosas. Todo ese descontento se volcó enloquecido a comer descomunalmente. Escondida. Tanto comí que regresé con 20 kilos más, y que nunca pude eliminar de mi vida. De haber sido una niña bonita, aunque mi mamá no me lo decía nunca, pasé a ser una gordita. Ese año me marcó como nada en mi adolescencia: perdí un amor, engordé bárbaramente y fui extremadamente infeliz. Aprendí a hablar inglés y gané una amistad que, a pesar de entrar en conflicto ya grandes, María Eugenia es uno de mis valores más preciados.
Me hacía mucha falta mi hermano Pedro Elías. Una vez me escribió porque así se lo pedí después de haber soñado con su muerte. No pasó entonces, pero el sueño premonitorio se cumpliría tres años después. Regresar a Venezuela fue lo máximo. Un 28 de mayo de 1972. Pero ese regreso no me devolvió lo que había dejado. Todo había cambiado mucho: mi casa, mis amigos, mis hermanos y mi autoestima. Regresé hecha un manojo de inseguridades y a ninguna parte. Todo mi mapa se había transformado en otro mundo al que no conocía y donde no me encontraba a mi misma.
Lloré por Perucho todo el año. A diario. Y así siempre fueron de dolorosos los rompimientos amorosos para mi. Ya adulta leí que los niños sobreprotegidos temían a factores externos y los niños carentes de amor de madre, temían y no resistían los fracasos y penas afectivas, internas. En New Orleans aprendí lo que era estar fuera del hogar. Fue duro y difícil pero a pesar de todo la experiencia la cuento como positiva.

Un colegio mixto era una total novedad para mí. Aunque ya socializaba con chicos de forma regular, gracias a ser socios del club Playa Azul, compartir el salón, el deporte, el cafetín, los amigos y las intimidades siete horas al día con varones, era definitivamente algo distinto.
Me aceptaron gracias a la psicóloga que hizo todos los esfuerzos por evitar que me botaran del San José de Tarbes. Era amiga de la doctora Vegas y así fue que me dieron el cupo. Me gustó la bienvenida de la directora quien me advirtió que, precisamente por la razón que se esgrimió para botarme: que era una líder, por esa misma razón ella me aceptaba. Porque el liderazgo era una virtud y no un defecto si se canalizaba positivamente. Así lo hice: organicé una revista escolar, concursos de gaitas y de arreglos de navidad para los salones. Los profesores me querían, mis compañeros mucho más. Conocí a todo el mundo en el colegio y disfruté muchísimo mis dos años allá. ¿Por qué dos? Porque no fui buena en química, física y matemática. La directora consideró mejor para mí, terminar en Humanidades y no existía en los Institutos Educacionales Asociados. La felicidad duró poco… allí, porque hoy, es entre mis compañeros que tengo los mejores amigos. Allí descubrí que había judíos en el mundo.

El primer día me encontré a Dorín Alliegro, a quien gracias a Dios también habían botado del San José. De inmediato nos hicimos inseparables. Luego se agregaron Eloína Simonpietri, Adolfo D’Erizans y Pedro Chapellín. Sin duda éramos Los 4 Fantásticos. No hubo noviazgos, no hubo enamorados. Hoy dicen mis amigos que todavía entonces lloraba de pena por Perucho y por eso nunca nadie se me acercó con ninguna otra intención que la de ser mi amigo. Salía con todo el colegio. El único que recuerdo me atacaba, fue Henry Collet, hermano de Irama y Susana. No pasó nada.

Fue una época maravillosa. Pedro era el ser más cómico de la tierra. Eloína iba empatada en ese renglón. Salíamos a pasear en moto, estudiábamos juntos, vivíamos inventando cosas los fines de semana. Me iba en el autobús del colegio. Nos cuidaba Carlos Sierra. Salía como a las 6 de la mañana y regresaba a las 3. Era un viaje largísimo pero lo aprovechaba muy bien. En primer lugar en consolidar amigos. En segundo lugar y lo que me llenó más fue que, viniendo de un colegio y educación católicas, cien por ciento, supe y conocí los principios de la religión hebrea. Estudiaba con judíos y judías que profesaban credos distintos a los míos y eso me llenó de curiosidad. En las tardes, me sentaba con Martha Benaim e intercambiábamos creencias, celebraciones y rituales de cada religión. Aprendí a conocer, querer y respetar a quienes fueron educados desde otra perspectiva y gracias a Dios que así fue porque más adelante viví en carne propia las discriminaciones que católicos hicieron a judíos y nunca lo acepté ni aceptaré jamás. Esas manifestaciones de intolerancia no pueden sino ser propias de la ignorancia, mediocridad e irrespeto por los seres humanos.

Roberto Ponce de León fue mi profesor de física. La materia la pasé, gracias a la benevolencia que tuvo al dejarme acumular puntos por pasar al pizarrón. En los exámenes lo que hacía era llorar cuando veía fórmulas con números y letras que era incapaz de descifrar. El sólo me consolaba pero nunca me sopló. Se casó con una alumna de quinto año, Dulce. Supe hace poco que falleció de un infarto.
Mi papa con Adriana en Miami 1974

Luego de tercer año tuve que irme del colegio porque no pegaba una con las tres Marías. Otra gran amiga de esa época fue Marlene Valladares.

Mónica Chitty estudiaba un año superior, sin embargo nos hicimos entrañables amigas. Un 6 de marzo de 1976, el mismo día del cumpleaños de nuestros papás, un accidente de moto le dio casi el peor de los sufrimientos: perdió las dos piernas y casi le quita la vida. Pedro Elías fue quien me lo avisó. Caí de rodillas al piso y la desesperación, tristeza y rabia me invadieron. No la pude ver entonces en la clínica y se fue a Miami para su rehabilitación. Nos encontramos allá, un año después, gracias a Francisco Dona, y desde entonces no nos hemos separado de alma.

Mónica es la madrina de mi primer hijo, Andrés Elías y una de las amigas más hermosas que nadie pueda tener. Ella me regaló a Helena también, su hermana, a quien quiero muchísimo y siempre está en mi corazón.


En 1977 nació mi segunda sobrina, Vanessa Ciliberto Mendoza. Una muchachita con un carácter que hay que temerle, linda y bella. Nació en Londres durante la estada de Carmen Cristina y Eduardo como agregados en la Embajada de Venezuela. Eso fue el 15 de julio. Vanessa retaba mucho a Carmen Cristina y recuerdo correr con ella en brazos una vez para que no la reganara por algo que había hecho o dejado de hacer. Fueron las únicas sobrinas y nietas durante mucho tiempo en la familia y se convirtieron en las consentidas de todos.

1 comentario:

Unknown dijo...

Hola amiga, hace años que quiero contactar a Monica Chitty, fuimos muy amigos en el campamento aponwao pero le perdi la pista hace años. Si tienes como contactarla me encantaría poder hablar con ella. Te dejo mi perfil para que se lo hagas llegar si es posible, gracias!
https://www.facebook.com/ivan.f.gil