En 1973 nació mi primera
sobrina, Anabella Cristina Ciliberto, la hija que no tuve porque se parece
mucho a mí. No físicamente pero si en espíritu, carácter y motivaciones. A casa, en New Orleans, llegaron mi mamá y Carmen Cristina de vacaciones y yo le compré por encargo a
Anabella un morral para bebés que acababan de salir al mercado. El 30 de enero
Nita nació en la Clínica Leopoldo Aguerrevere después de mucho trabajo de
parto, pero linda con sus ojitos negros. Fue todo un acontecimiento.
Creo que a La Negra
yo no le caía bien. Como decíamos entonces “la tenía cogida conmigo”. Cuando mi
mamá me llamaba por teléfono, tenía que llorar bajito porque si no, me
regañaba. Lloraba porque no me sentía bienvenida en esa casa. Siendo de las
grandes la menor, no tenía permiso para muchas cosas. Todo ese descontento se
volcó enloquecido a comer descomunalmente. Escondida. Tanto comí que regresé
con 20 kilos más, y que nunca pude eliminar de mi vida. De haber sido una niña
bonita, aunque mi mamá no me lo decía nunca, pasé a ser una gordita. Ese año me
marcó como nada en mi adolescencia: perdí un amor, engordé bárbaramente y fui
extremadamente infeliz. Aprendí a hablar inglés y gané una amistad que, a pesar
de entrar en conflicto ya grandes, María Eugenia es uno de mis valores más
preciados.
Me hacía mucha falta
mi hermano Pedro Elías. Una vez me escribió porque así se lo pedí después de
haber soñado con su muerte. No pasó entonces, pero el sueño premonitorio se
cumpliría tres años después. Regresar a Venezuela fue lo máximo. Un 28 de mayo
de 1972. Pero ese regreso no me devolvió lo que había dejado. Todo había
cambiado mucho: mi casa, mis amigos, mis hermanos y mi autoestima. Regresé
hecha un manojo de inseguridades y a ninguna parte. Todo mi mapa se había
transformado en otro mundo al que no conocía y donde no me encontraba a mi
misma.
Lloré por Perucho
todo el año. A diario. Y así siempre fueron de dolorosos los rompimientos
amorosos para mi. Ya adulta leí que los niños sobreprotegidos temían a factores
externos y los niños carentes de amor de madre, temían y no resistían los
fracasos y penas afectivas, internas. En New Orleans aprendí lo que era estar
fuera del hogar. Fue duro y difícil pero a pesar de todo la experiencia la
cuento como positiva.
Un
colegio mixto era una total novedad para mí. Aunque ya socializaba con chicos
de forma regular, gracias a ser socios del club Playa Azul, compartir el salón,
el deporte, el cafetín, los amigos y las intimidades siete horas al día con
varones, era definitivamente algo distinto.
Me aceptaron gracias a
la psicóloga que hizo todos los esfuerzos por evitar que me botaran del San
José de Tarbes. Era amiga de la doctora Vegas y así fue que me dieron el cupo.
Me gustó la bienvenida de la directora quien me advirtió que, precisamente por
la razón que se esgrimió para botarme: que era una líder, por esa misma razón ella me aceptaba. Porque el
liderazgo era una virtud y no un defecto si se canalizaba positivamente. Así lo
hice: organicé una revista escolar, concursos de gaitas y de arreglos de
navidad para los salones. Los profesores me querían, mis compañeros mucho más.
Conocí a todo el mundo en el colegio y disfruté muchísimo mis dos años allá.
¿Por qué dos? Porque no fui buena en química, física y matemática. La directora
consideró mejor para mí, terminar en Humanidades y no existía en los Institutos
Educacionales Asociados. La felicidad duró poco… allí, porque hoy, es entre mis
compañeros que tengo los mejores amigos. Allí descubrí que había judíos en el
mundo.
El primer día me
encontré a Dorín Alliegro, a quien gracias a Dios también habían botado del San
José. De inmediato nos hicimos inseparables. Luego se agregaron Eloína
Simonpietri, Adolfo D’Erizans y Pedro Chapellín. Sin duda éramos Los 4
Fantásticos. No hubo noviazgos, no hubo enamorados. Hoy dicen mis amigos que
todavía entonces lloraba de pena por Perucho y por eso nunca nadie se me acercó
con ninguna otra intención que la de ser mi amigo. Salía con todo el colegio.
El único que recuerdo me atacaba, fue Henry Collet, hermano de Irama y Susana.
No pasó nada.
Fue una época
maravillosa. Pedro era el ser más cómico de la tierra. Eloína iba empatada en
ese renglón. Salíamos a pasear en moto, estudiábamos juntos, vivíamos
inventando cosas los fines de semana. Me iba en el autobús del colegio. Nos
cuidaba Carlos Sierra. Salía como a las 6 de la mañana y regresaba a las 3. Era
un viaje largísimo pero lo aprovechaba muy bien. En primer lugar en consolidar
amigos. En segundo lugar y lo que me llenó más fue que, viniendo de un colegio
y educación católicas, cien por ciento, supe y conocí los principios de la
religión hebrea. Estudiaba con judíos y judías que profesaban credos distintos
a los míos y eso me llenó de curiosidad. En las tardes, me sentaba con Martha
Benaim e intercambiábamos creencias, celebraciones y rituales de cada religión.
Aprendí a conocer, querer y respetar a quienes fueron educados desde otra
perspectiva y gracias a Dios que así fue porque más adelante viví en carne
propia las discriminaciones que católicos hicieron a judíos y nunca lo acepté
ni aceptaré jamás. Esas manifestaciones de intolerancia no pueden sino ser
propias de la ignorancia, mediocridad e irrespeto por los seres humanos.
Roberto Ponce de León
fue mi profesor de física. La materia la pasé, gracias a la benevolencia que
tuvo al dejarme acumular puntos por pasar al pizarrón. En los exámenes lo que
hacía era llorar cuando veía fórmulas con números y letras que era incapaz de
descifrar. El sólo me consolaba pero nunca me sopló. Se casó con una alumna de
quinto año, Dulce. Supe hace poco que falleció de un infarto.
Mi papa con Adriana en Miami 1974 |
Luego de tercer año tuve
que irme del colegio porque no pegaba una con las tres Marías. Otra gran amiga
de esa época fue Marlene Valladares.
Mónica Chitty estudiaba
un año superior, sin embargo nos hicimos entrañables amigas. Un 6 de marzo de 1976, el mismo día del
cumpleaños de nuestros papás, un accidente de moto le dio casi el peor de los
sufrimientos: perdió las dos piernas y casi le quita la vida. Pedro Elías fue
quien me lo avisó. Caí de rodillas al piso y la desesperación, tristeza y rabia
me invadieron. No la pude ver entonces en la clínica y se fue a Miami para su
rehabilitación. Nos encontramos
allá, un año después, gracias a Francisco Dona, y desde entonces no nos hemos
separado de alma.
Mónica es la madrina de
mi primer hijo, Andrés Elías y una de las amigas más hermosas que nadie pueda
tener. Ella me regaló a Helena también, su hermana, a quien quiero muchísimo y
siempre está en mi corazón.
En 1977 nació mi segunda
sobrina, Vanessa Ciliberto Mendoza. Una muchachita con un carácter que hay que
temerle, linda y bella. Nació en Londres durante la estada de Carmen Cristina y
Eduardo como agregados en la Embajada de Venezuela. Eso fue el 15 de julio. Vanessa retaba mucho a Carmen Cristina y recuerdo correr con ella en brazos una vez para que no la reganara por algo que había hecho o dejado de hacer. Fueron las únicas sobrinas y nietas durante mucho tiempo en la familia y se convirtieron en las consentidas de todos.
1 comentario:
Hola amiga, hace años que quiero contactar a Monica Chitty, fuimos muy amigos en el campamento aponwao pero le perdi la pista hace años. Si tienes como contactarla me encantaría poder hablar con ella. Te dejo mi perfil para que se lo hagas llegar si es posible, gracias!
https://www.facebook.com/ivan.f.gil
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