@marielmendozae
Nos fuimos mi hermana y yo a Nueva York para acompañar a si hija a su graduación del colegio. Yo tenía tiempo que no iba a la ciudad del norte y estaba muy emocionada, además de saber que ya la gran manzana era una ciudad segura, que no duerme de noche, que hay diversiones a granel, etc.
Mi hermana, quien es una mujer muy de mundo y viaja al menos cuatro veces al año, me llevaba por la calle del medio diciéndome exactamente que íbamos a hacer, desde el momento en que pisáramos tierra, porque ella se conoce la ciudad da cabo a rabo y con los ojos cerrados.
Por supuesto, con una guía turística de ese calibre, a uno no le queda más que estar de acuerdo y esperar las instrucciones de vuelo, es decir, que me “mandoneara”. Total, yo iba de paseo, sin estrés.
El vuelo estuvo lleno de encuentros agradables, comenzando por el piloto, a quien conocía por mis prácticas de buceo en la costa de de mi país. Iván fue muy atento y nos obsequió una botella de champaña en el aire.
Así empezaba nuestro perfecto escape a la tierra de Liza Minelli, Frank Sinatra, Al Capone y El Padrino.
Nada podía comenzar con más perfección. Nos esperaba un clima delicioso. Era marzo, apenas el comienzo de la primavera, aunque hacia bastante frió todavía. Ella llevaba una piel a lo Rita Hayworth, (era de los años 40, una chiva de mi mama, por supuesto para ella, las más exquisita de todas sus hijas).
Mi esposo me dio una gabardina a lo Dick Tracy, de Benetton, muy bella, que simplemente doble y metí en mi maleta sin probármela ni nada. Al aterrizar, ella me dijo:
- Al bajarnos hay una fila que se hace para esperar el taxi. Allí nos paramos y esperamos el turno
porque nos sale más barato así.
- OK. Le dije yo. Como tu digas, que eres la que sabes cómo es la cosa.
Ella es mayor que yo y de carácter determinado, decidido y todo lo sabe. Por lo que yo, que también tengo lo mío, decidí obedecer a todo sin chistar. Esperamos nuestras maletas, nos despedimos de Iván muy alegres por la champaña y procedimos a hacer nuestra cola para el taxi.
Estando allí conversando, se nos acercaron dos hombres que parecían haberse salido de la serie de televisión, Los Soprano. Robustos, fornidos, con cara de italianos de película, chaquetas de cuero y para nada encantadores.
- Quisieran irse en un carro particular hasta Manhattan? Nos dicen.
Yo miro a mi hermana, esperando de ella una respuesta porque su decisión de hacer la fila y esperar que
le dijera “no gracias, nosotros esperaremos pacientemente y tomaremos un taxi, tal y como dije que iba a hacer y no voy a inventar irme con los Soprano a la cámara de torturas, porque no fue para eso que vinimos a Nueva York”. Pero no. No fue eso lo que respondió.
- Ah bueno perfecto, vamos hermana y nos vamos con estos señores tan amables que además tienen una limosina y así no esperamos más por un taxi”.
Me quedé petrificada pero ella me dio un empujón que me devolvió del cuarto oscuro mental donde estaba ya sufriendo por los latigazos, y agarré mi maleta y seguimos a los Soprano hasta el carro.
Una vez que los dos tipos se montaron adelante y nosotras atrás, cerraron los vidrios que separan los asientos y comenzaron a conversar, juraría que en italiano, (en que otro idioma?) y yo, de gafa, iba distraída mirando hacia afuera, el paisaje, los carros, el clima neoyorquino y pensando en lo maravillosos que lo íbamos a pasar, cuando de repente mi hermana me dio un codazo y me devolvió a la realidad.
Cual no es mi sorpresa cuando comienza a hacer mas señas que el penado 14 (dícese de un reo que hacia señas desde su celda, porque estaba solo o ya no lo veía nadie), queriendo decir que estos tipos nos iban a robar, matar, secuestrar y todo lo que termina en “ar”. Yo comienzo a sentir que mi cerebro despierta, se me pasa el efecto sabroso de la champaña y con ganas de matarla a ella, le hago lo mismo pero insistiendo en que todo fue su culpa porque ella misma tomo esa decisión de subirse con los Soprano a la limosina.
Empieza a quitarse las prendas y a esconderlas dentro de la ropa interior para que yo hiciera lo mismo y cuando pongo mi reloj en la gabardina elegantísima de Benetton, me doy cuenta que se desliza del bolsillo roto y se cae al piso del carro. Me agacho a recogerlo y advierto que la gabardina está totalmente llena de huecos por todo en lado inferior. Es decir, yo parecía una indigente elegantísima de Benetton.
Así tuvimos 45 minutos de terror mudo y sordo haciendo señas hasta de muerte súbita por corte de garganta mientras ellos iban encantados conversando en su asiento. Finalmente llegamos a nuestro destino, nos bajamos del carro, tomamos nuestras maletas, pagamos el doble de lo que hubiera costado un taxi amarillo normal y corriente, y dejamos a los Soprano irse encantados con sus chaquetas negras y su acento a lo Don Corleone.
Al subir al cuarto del hotel casi mato a mi hermana por su torpe idea. Decidí desde ese minuto que ese viaje no iba a ser dominado por completo por ella y sus maravillosas ocurrencias. Eso sí, el resto del viaje la pasamos caminando por las calles de Nueva York con la espalda pegada de la pared porque la paranoia de que algo podría pasarnos estuvo siempre presente.
Al regreso boté la gabardina en la basura del aeropuerto.
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