martes, 29 de octubre de 2013

Perder el autobus

Cuando mi hijo Elías estaba en primer grado, se iba al colegio en el autobús. Esto porque yo trabajaba todo el día y no podía buscarlo.
El caso es que en una oportunidad, Elías –junto a todos sus compañeros de salón- fueron castigados por la maestra por haberse portado mal durante la última hora de clases. Como madre estoy de acuerdo en darles lecciones a los niños para que se disciplinen y aprendan las normas.
El caso es que la maestra consideró que el mejor castigo era, retenerlos, sin salir del aula, justo a la hora de la salida de clases.
Sí. Tal como están pensando lo que sucedió fue que Andrés Elías perdió el autobús.
Alertada por mi familia de que eran ya las 2:30 pm y Andrés Elías no estaba en casa, salí corriendo despavorida al colegio y allá me encontré que no había un alma en el salón y una señora cansada y lenta barría las escaleras solitarias.
Me fui corriendo a casa a esperar alguna noticia. Pensé que teniendo apenas 8 años, el niño podía haberse ido con un amigo, de los castigados también, y que me llamaría por teléfono al llegar a su casa. No había celular en ese entonces.
Salí a la puerta, ya con un grado de nervios supremo que me tenía muy mal y al fin veo al doblar la esquina al enano mío que caminaba cansado con su morral a la espalda.
En lo que llegó le pregunte qué había pasado y me narró el cuento del castigo.
-Y ¿cómo es que te dejaron salir solo del colegio?
-Nadie me vio ni me dijo nada.
Andrés Elías me contó que lo habían acompañado unos chamos más grandes en parte del trayecto, sin embargo, que en otra, caminando solo, sintió miedo porque pasó un carro varias veces muy lentamente cerca de él.
Al principio pensé en castigarlo yo de nuevo por haberse salido del colegio. Pero después lo pensé y le dije:
“Te felicito por haber encontrado la forma de solucionar el problema que se presentó. Es decir, encontrar la manera de llegar a casa por haber perdido el autobús. Pero lo que no puede ser es que te vengas caminando a casa solo!!!!! Es peligroso y esa maestra debió pensar en eso antes de dejarlos a todos dentro del salón”.
Al día siguiente puse la queja formal.
Lección aprendida: 1. Mi hijo supo resolver su problema y tomo una decisión… (Sólo que a lo mejor hubiese terminado mal). 2. Las maestras deben pensar en los padres cuando castigan a sus alumnos porque puede pasar que los castigados seamos los padres, ¿no creen?

lunes, 28 de octubre de 2013

El castigo de mi abuelita

Mi mamá estaba de viaje y nos había dejado al cuidado de mi papá, quien era muy bravo y no estaba acostumbrado a lidiar con eso de premiarnos o castigarnos. Yo me portaba bien tremenda en el colegio y ya ella se había acostumbrado a ir a hablar con las maestras y “apagar los incendios” que yo creaba con mi comportamiento. Ella me administraba los castigos y las “multas” cuando la ocasión lo ameritaba. Mi papá no sabía de eso! Se ponía muy nervioso y no dominaba su molestia cuando lo llamaban, como sucedió en esa ocasión.
La maestra se reunió con él y le explicó que yo estaba poniendo tachuelas en la silla del profesor. Le decía que eso no podía ser y que yo estaba sentando un mal precedente ante mis demás compañeras de clase.
Al salir del regaño y reprimenda, nos fuimos los dos en su carro. Mientras conducía, me sermoneaba severamente. Estaba realmente muy bravo y a la vez desesperado porque no sabía qué hacer con aquella carga que las maestras le habían puesto sobre sus hombros.
Transcurridos unos minutos del recorrido hacia la casa, mi papa decidió desviarse a casa de su mama, mi abuelita. Cuando entramos a la casa, ella estaba sentada en su mecedora, viendo televisión, y de inmediato después de saludarnos, mi papa procedió a contarle lo sucedido. “Yo realmente no se qué hacer, le repetía, porque su mama no está en Caracas y ella es la que se ocupade esto. Así que yo la voy a dejar aquí para que tu hables con ella y después la mandas para la casa”. Y se fue.
Apenas cerró la puerta mi padre, mi abuela me sentó en un banquito que usaba para poner los pies, frente a ella en su mecedora. Me pregunto: “Mi amor, qué fue lo que pasó? Cuéntame tu”. Yo, sentadita con mis manitas dobladas en mi regazo, en uniforme, pichurra de 10 anos, le conté que no había hecho eso de las tachuelas. “Yo solamente las tomé de una compañera para hacerlo pero no nos había dado tiempo…”
Ella me miró fijamente. Yo bajé la mirada por respeto y temor de lo que veía venir. Esperé tranquila a que ella hablara. La señora que trabajaba allá me llevo un refresco hasta mi banquito y después que se retiro, mi abuelita empezó a hablarme. “Mira hija. Yo te voy a contar algunas cosas pero no se lo puedes decir a tu papá”. Yo me quedé un poco extrañada porque no sabía lo que estaba a punto de decir, pero no parecía el regaño fuerte y largo que me estaba esperando.
“Cuando yo estaba en el colegio, más o menos de tu edad, yo hice una tira larga de papel y se lo pegue con teipe a la monja que nos daba clases de religión y no se dio cuenta hasta que todas las alumnas nos empezamos a reír y claro, ella se dio cuenta, y también me reganaron y llamaron a mi mamá!”
Por supuesto, las dos nos echamos a reír juntas. Me levante del banquito y me subí a sus piernas para que me abrazara y besara.“Ya sabes que te regañé. Cuando venga tu papa, le dices que te regané, entendido?”
Nunca olvidaré ese día con mi abuelita.

Un viaje a Nueva York



@marielmendozae
Nos fuimos mi hermana y yo a Nueva York para acompañar a si hija a su graduación del colegio. Yo tenía tiempo que no iba a la ciudad del norte y estaba muy emocionada, además de saber que ya la gran manzana era una ciudad segura, que no duerme de noche, que hay diversiones a granel, etc.
Mi hermana,  quien es una mujer muy de mundo y viaja al menos cuatro veces al año, me llevaba por la calle del medio diciéndome exactamente que íbamos a hacer, desde el momento en que pisáramos tierra, porque ella se conoce la ciudad da cabo a rabo y con los ojos cerrados.
Por supuesto, con una guía turística de ese calibre, a uno no le queda más que estar de acuerdo y esperar las instrucciones de vuelo, es decir, que me “mandoneara”. Total, yo iba de paseo, sin estrés.
El vuelo estuvo lleno de encuentros agradables, comenzando por el piloto, a quien conocía por mis prácticas de buceo en la costa de de mi país. Iván fue muy atento y nos obsequió una botella de champaña en el aire.
Así empezaba nuestro perfecto escape a la tierra de Liza Minelli, Frank Sinatra, Al Capone y El Padrino.
Nada podía comenzar con más perfección. Nos esperaba un clima delicioso. Era marzo, apenas el comienzo de la primavera, aunque hacia bastante frió todavía. Ella llevaba una piel a lo Rita Hayworth, (era de los años 40, una chiva de mi mama, por supuesto para ella, las más exquisita de todas sus hijas).
Mi esposo me dio una gabardina a lo Dick Tracy, de Benetton, muy bella, que simplemente doble y metí en mi maleta sin probármela ni nada. Al aterrizar, ella me dijo:
- Al bajarnos hay una fila que se hace para esperar el taxi. Allí nos paramos y esperamos el turno
porque nos sale más barato así.
- OK. Le dije yo. Como tu digas, que eres la que sabes cómo es la cosa.
Ella es mayor que yo y de carácter determinado, decidido y todo lo sabe. Por lo que yo, que también tengo lo mío, decidí obedecer a todo sin chistar. Esperamos nuestras maletas, nos despedimos de Iván muy alegres por la champaña y procedimos a hacer nuestra cola para el taxi.
Estando allí conversando, se nos acercaron dos hombres que parecían haberse salido de la serie de televisión, Los Soprano. Robustos, fornidos, con cara de italianos de película, chaquetas de cuero y para nada encantadores.
- Quisieran irse en un carro particular hasta Manhattan? Nos dicen.
Yo miro a mi hermana, esperando de ella una respuesta porque su decisión de hacer la fila y esperar que
le dijera “no gracias, nosotros esperaremos pacientemente y tomaremos un taxi, tal y como dije que iba a hacer y no voy a inventar irme con los Soprano a la cámara de torturas, porque no fue para eso que vinimos a Nueva York”. Pero no. No fue eso lo que respondió.
- Ah bueno perfecto, vamos hermana y nos vamos con estos señores tan amables que además tienen una limosina y así no esperamos más por un taxi”.
Me quedé petrificada pero ella me dio un empujón que me devolvió del cuarto oscuro mental donde estaba ya sufriendo por los latigazos, y agarré mi maleta y seguimos a los Soprano hasta el carro.
Una vez que los dos tipos se montaron adelante y nosotras atrás, cerraron los vidrios que separan los asientos y comenzaron a conversar, juraría que en italiano, (en que otro idioma?) y yo, de gafa, iba distraída mirando hacia afuera, el paisaje, los carros, el clima neoyorquino y pensando en lo maravillosos que lo íbamos a pasar, cuando de repente mi hermana me dio un codazo y me devolvió a la realidad.
Cual no es mi sorpresa cuando comienza a hacer mas señas que el penado 14 (dícese de un reo que hacia señas desde su celda, porque estaba solo o ya no lo veía nadie), queriendo decir que estos tipos nos iban a robar, matar, secuestrar y todo lo que termina en “ar”. Yo comienzo a sentir que mi cerebro despierta, se me pasa el efecto sabroso de la champaña y con ganas de matarla a ella, le hago lo mismo pero insistiendo en que todo fue su culpa porque ella misma tomo esa decisión de subirse con los Soprano a la limosina.
Empieza a quitarse las prendas y a esconderlas dentro de la ropa interior para que yo hiciera lo mismo y cuando pongo mi reloj en la gabardina elegantísima de Benetton, me doy cuenta que se desliza del bolsillo roto y se cae al piso del carro. Me agacho a recogerlo y advierto que la gabardina está totalmente llena de huecos por todo en lado inferior. Es decir, yo parecía una indigente elegantísima de Benetton.
Así tuvimos 45 minutos de terror mudo y sordo haciendo señas hasta de muerte súbita por corte de garganta mientras ellos iban encantados conversando en su asiento. Finalmente llegamos a nuestro destino, nos bajamos del carro, tomamos nuestras maletas, pagamos el doble de lo que hubiera costado un taxi amarillo normal y corriente, y dejamos a los Soprano irse encantados con sus chaquetas negras y su acento a lo Don Corleone.
Al subir al cuarto del hotel casi mato a mi hermana por su torpe idea. Decidí desde ese minuto que ese viaje no iba a ser dominado por completo por ella y sus maravillosas ocurrencias. Eso sí, el resto del viaje la pasamos caminando por las calles de Nueva York con la espalda pegada de la pared porque la paranoia de que algo podría pasarnos estuvo siempre presente.
Al regreso boté la gabardina en la basura del aeropuerto.